A los 10 años dibujaba todo lo que se me ponía en frente: mesas, carros, batman, caballos. A veces cuando me sentaba junto a Carlos Quesada dibujaba super héroes, a veces solo caras conocidas o inventadas.
Disfrutaba del lápiz sobre el papel como de ninguna otra cosa en el mundo. Así que un día en una clase que me pareció aburrida, miré alrededor buscando qué dibujar y sentada a dos pupitres del mío estaba Katherine. Me pareció que ella tenía un gesto muy bonito, la diadema le recogía una masa castaña que luego le caía en los hombros y cada tanto se la volvía a acomodar.
Iba por la mitad del retrato cuando otra compañera, digamos, Margarita, no sé, le avisó a Katherine de mi tenaz proyecto. Ella se levantó, arrancó la hoja de mi cuaderno y se fue caminando hasta el escritorio de la profesora. Pensé: —Si me acusa me va a ir horrible, pero ¿por qué se enojó?-
Después de lo que pasó ese día supe que era muy común que algún compañero, generalmente hombres, la dibujaran con alguna frase escrita en letra imprenta que se salía de los renglones —Katherine esta es usted- y encima el retratito que resaltaba lo que el autor considerara risible. O bien, adornar el boceto con cachos, moscas o rayitas de mal olor.
Pero yo solo la vi linda y la quise dibujar tal cual era. Y bueno, sí ok, está bien, admito que fui yo el que le echó el basurero de papeles higiénicos a Renato en cabeza, fui yo el que le tiró la bola a Marcos Venegas en la cara, pero esta vez no merecía ninguna sanción, mi libreta no iba a aguantar otro reporte y mi mamá menos.
La niña Isabel Irola Alfaro me mandó a llamar. Me preguntó: —Luis, ¿usted dibujó esto?- Yo le dije que sí. Ella volvió a ver de nuevo el dibujo, se dirigió a Katherine y le dijo: —Luis no quiso ofenderla, vaya siéntese.
Katherine se fue a sentar esperando que me dieran mi merecido y la niña Isabel me dijo: —No todo el mundo entiende lo que usted hace. No le voy a devolver el papel para que no haya más problemas, pero quédese tranquilo, lo voy a guardar en mi escritorio.
En la siguiente reunión de padres se lo entregó a mi mamá y le dijo: —Dígale a Luis que no deje de dibujar.
Si mi compañera hubiera logrado su cometido esa vez muy seguramente mi dibujo habría sido destruido. Habría entendido que dibujar a la gente está mal. Ni Carlos, ni Mónica, ni ningún otro de los que nos gustaba dibujar lo habríamos hecho con el mismo placer. Yo no era el mejor de mi clase, pero siempre agradecí ese distanciamiento que había entre mi obra y mi persona. Ni mis dibujos eran juzgados por mi comportamiento, ni mi comportamiento era juzgado por mis dibujos.
En este episodio de la niñez sentí un gran alivio de saber que el mundo estaba en manos de adultos competentes. La autoridad estaba a cargo de gente con experiencia que entendía que cada caso es diferente. Que hay que ver las pruebas con cuidado, que a veces el veredicto no es el correcto, que tiene que haber una voz de sensatez que diga: —Sus versiones han sido escuchadas, ahora me sentaré a reflexionar qué es lo mejor para este conflicto en particular-.
La niña Isabel no me expuso. No preguntó a mis pares a quién debía castigar, no sacó mis viejas faltas a relucir. Estuvo ahí para explicarle a dos niños que el mundo es complicado, que para entenderlo hay que discutirlo.