El silencio absoluto

El ensayo laborioso del grupo de teatro donde les contamos maravillosas noticias.

Las visitas a sus casas, las casas de nuestros amigos en La Carpio, el aguacero que decidió inaugurar el invierno.

La manera en que colocan las sillas a la entrada de la casa para hablar entre todos y cómo bajan una más del carro de carga para que yo me pueda sentar. La puertita a semi abrir de la casa de Tata. La sonrisa completamente abierta de la cara de Tata.

La escalera empinada y peligrosa del alto donde vive Brandon. El pequeño Fabián que sonriendo dice mi nombre en voz alta para corroborar que me llamo así. El café recalentado que con tanto amor me ofrece la mamá de Brandon, la galleta que me ofrece Fabián. El olor a humedad, a gatos, a ropa, las máquinas de cocer y las manos que saben usarlas.

La sonrisa de Edwin cuando nos topamos por tercer vez en el día y me pregunta ¿en qué anda?, el gestito apresurado y amistoso con que nos despedimos. El bus que no nos para, porque va demasiado cargado, el otro bus que sí se detiene y espera a que suba cada pasajero. Los amigos adentro qué hablan muy fuerte del ‘baile’ en el que andaban el viernes. La Carpio quedando atrás entre la lluvia. La repentina sensación de progreso, de cultura…

Las familias uniparentales que se suben en la parada del Parque de Diversiones y terminan su paseo. El bus a reventar y en movimiento. La señora costarricense que acaba de subir con sus hijos y que se queja al respecto, la parada 500 metros después donde se bajó el señor del cuál ella se quejaba.

La señora agitándose de un lado a otro, la alerta desafiante que partió al bus en pedazos: “Patricia, ese viejo hijuputa, nica despreciable, me acaba de robar la cartera”. El silencio respetuoso y absoluto en el que nos quedamos todos. La imprudencia de ella, la compasión de la mayoría. La mano del muchacho, definitivamente nica, que le ofreció su celular para que llamara a reportar sus documentos. Las miradas tristes, definitivamente nicas, que acompañaron su dolor.

La cabeza cabizbaja con la que cada pasajero desabordaba el bus. Lo tristes que nos sentimos, lo despreciables que nos sentimos todos. La mirada de su hija que no entiende, tan parecida a la mía, de desazón, de desasosiego, de impotencia. El paisaje lluvioso de afuera que se empañó por los prejuicios.